Creo que he caído otra vez. En parte me alegro, porque en una semana he perdido más de dos kilos. Todavía no tengo instaurado por completo el mal humor y la apatía, aunque sé que pronto llegarán. Eso es lo que realmente temo. La tristeza, la desgana, el odio a mí misma, no querer salir de la habitación, sentirme una niña caprichosa. Porque me siento una niña. Tengo 25 años, pero soy incapaz de sentirme adulta. He trabajado y estudiado, aunque ahora mismo no tengo empleo y lo busco. Actualmente colaboro con una investigación pionera en la universidad. Convivo con mi novio desde hace unos meses. Todo eso debería llevarme a sentirme adulta, pero no me siento así.
Me encuentro tan perdida o más que en la pubertad, cuando tenía que aprender a lidiar conmigo misma y con el mundo entero.
Algunas de vosotras sabéis que mi andadura con Ana comenzó con los 13 años, aunque no duró demasiado. Durante un par de meses, me iba a clase sin desayunar. Llenaba un vaso de leche y lo vertía sobre el fregadero, después cogía un plato y lo llenaba de migas de pan y aceite. El bocadillo que llevaba al colegio, quedaba en la primera papelera que encontraba. A mediodía era difícil escabullirse, así que procuraba que en mi plato no se sirviera demasiada comida, y jamás repetía. Por supuesto, nada de pan. Y claro, nada de merendar. Mi padre trabajaba y mi madre tomaba clases en la autoescuela, así que antes de que llegaran fingía una cena, que acababa en la papelera, sin que nadie se diera cuenta.
Perdí bastante peso, aunque se podría decir que no era alarmante. Sin embargo, un día mi madre entró en mi habitación y me dijo que quería hablar conmigo, que le preocuba que me estuviera quedando tan delgada. Eso bastó para que de nuevo yo engullera lo que había dejado de comer. El miedo a mi madre siempre ha sido superior a mi voluntad. Aún lo sigue siendo.
No soy adulta, soy una niña.
Me encuentro tan perdida o más que en la pubertad, cuando tenía que aprender a lidiar conmigo misma y con el mundo entero.
Algunas de vosotras sabéis que mi andadura con Ana comenzó con los 13 años, aunque no duró demasiado. Durante un par de meses, me iba a clase sin desayunar. Llenaba un vaso de leche y lo vertía sobre el fregadero, después cogía un plato y lo llenaba de migas de pan y aceite. El bocadillo que llevaba al colegio, quedaba en la primera papelera que encontraba. A mediodía era difícil escabullirse, así que procuraba que en mi plato no se sirviera demasiada comida, y jamás repetía. Por supuesto, nada de pan. Y claro, nada de merendar. Mi padre trabajaba y mi madre tomaba clases en la autoescuela, así que antes de que llegaran fingía una cena, que acababa en la papelera, sin que nadie se diera cuenta.
Perdí bastante peso, aunque se podría decir que no era alarmante. Sin embargo, un día mi madre entró en mi habitación y me dijo que quería hablar conmigo, que le preocuba que me estuviera quedando tan delgada. Eso bastó para que de nuevo yo engullera lo que había dejado de comer. El miedo a mi madre siempre ha sido superior a mi voluntad. Aún lo sigue siendo.
No soy adulta, soy una niña.